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Robert Boyle ha sido considerado, por algunos, como el padre de la química o, por lo menos, como uno de los fundadores de la química moderna. Se le reconoce como un tenaz defensor de la concepción corpuscular de la materia, y es conocido, sobre todo, por la ley de los gases que lleva su nombre. Sin embargo, sus trabajos cubren un espectro mucho más amplio y, en realidad, se trata de uno de los hombres más cultos y prolíficos de su época. Las obras de Boyle van de la religión y la ética a la experimentación, escribió más de cuarenta trabajos, unas 2,500 páginas, y fue quien registro más hechos experimentales en Inglaterra en su tiempo. La curiosidad de Robert Boyle se manifestaba ya a los veinte años con intereses que cubrían una gama increíblemente amplia. Entrelazó, durante toda su vida, la filosofía natural, la religión y la ética. Sus reflexiones, sus obras en ámbitos tan variados y su experiencia le llevaron a reconocer que el mundo es un complejo de relaciones, desde el cosmos hasta el cuerpo humano, la salud y la enfermedad;1 que debe estudiarse como un sistema. Incluso las Escrituras, de acuerdo con Boyle, debían estudiarse como un todo y no como una colección de pasajes individuales.2 Y aunque, ciertamente. Boyle no es el único con esta visión de interdependencia del mundo, que era compartida por muy diversas corrientes desde la Edad Media3 y esta muy arraigada en Paracelso,4 para Robert Boyle esa complejidad no implica la necesidad de la iluminación divina ni de la magia para conocer el mundo. La principal consecuencia que deriva Boyle, del reconocimiento de esta complejidad, es que se debe optar, como norma, por ser cauto y por presentar argumentos no dogmáticos