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Crónicas de Arturo Ambrogi
Publicado en Revista Contrapunto
Arturo Ambrogi (1874-1936), fue un escritor que poseía la tan rara facultad de la fina escritura,  pero sobre todo, este salvadoreño de entre-siglos, fue un cronista excepcional y junto a ello, un viajero incansable, un cosmopolita en el más extenso sentido del término.
En el año 1996, bajo el titulo de Crónicas, y con el auspicio del entonces Consejo nacional para la cultura y el arte, se publicó un conjunto de breves escritos (24 en total) procedentes de tres de sus trabajos principales: Crónicas marchitas (1916), Marginales de la vida (1912)  y Muestrario (1955). En conjunto, la obra es un recuento de relatos de vida del escritor en su peregrinaje por el mundo, pero principalmente un contar de encuentros con personalidades sobresalientes de la literatura y el arte latinoamericano.
Se inicia el libro con la visita que Ambrogi hiciera a la casa de Rubén Darío en el año 1915, en una de sus estancias en la ciudad de Paris.  Sobre ello escribe: “Esta visita, al llegar, de paso, a Paris, más que la satisfacción de un deseo, es para mí el sagrado cumplimiento de una obligación.”  Durante su permanencia en Buenos Aires, 17 años antes, el poeta nicaragüense había sido – aclara el escritor salvadoreño-  como un “hermano mayor”. Y amplia: “[ ] y el cariño y la gratitud hacia el querido maestro, perduraba, viva, al través de los años”.  (pág. 11)   De igual forma se incluye la crónica del encuentro con el gran poeta guatemalteco Enrique Gómez Carillo en 1913, en la misma capital francesa.  Aquí anota: “Es Enrique en persona quien acude a abrir. Al través de los años le reconozco. Alto, grueso, vestido de claro. Un si es no es desgarbado. En el ojal de la solapa, un clavel mustio…”  Con minucioso detalle Ambrogi nos describe la habitación del poeta:
“Atravesamos un recibimiento vacio. Penetramos en el estudio. Quieto, apacible, silencioso retiro, a la vez escritorio, biblioteca, reposoir. [   ]  Sobre las mesas, , sobre los veladores, hay agobio de libros. Los estantes están abarrotados de libros: libros estampados, en correcta ringla; libros a la rustica, hacinados, regados en los radios. Por la alfombra, por las butacas, hazas de libros: siempre libros y libros. “ (pág. 27)
Así, Ambrogi nos descubre cada encuentro en sus mínimos e importantes detalles; nos revive una emoción lejana y un cúmulo de sentimientos que a lo largo de esos momentos, van de la admiración, el respeto, el cariño; hasta la extrañeza y la triste desilusión.  Como en su visita al poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón (1853-1928), de quien recuerda “la inflazón del tremendo orgullo, del hartazgo feroz de vanidad”.  Al final de la crónica escribe: “Cuando dos años después pasé por México [   ]  No intenté ni verlo.”  (pag.111)
De Leopoldo Lugones nos cuenta, en su encuentro de enero del año 1998 en casa de Luis Berisso: “Desde aquel memorable día, fuimos Lugones y yo, grandes y buenos amigos, no como en las autógrafas oficiales, sino sencillamente, como dos compañeros de galera, con la diferencia, y bien enorme por cierto, del valer y del poder” (pág.96)  Pero va más allá, y nos deja un retrato minucioso del gran poeta y escritor argentino cuando detalla:
“No hay nada de rudeza en el cuando se le trata íntimamente. Aunque el que le vea por primera vez, le tema y se le antoje un “intratable” [  ]  Lee muchísimo y de todo. [ ] Es intransigente en sus juicios, personalísimo en sus apreciaciones, y su gusto es incomprensible [ ] El hizo caer muchos de mis ídolos, desvanecerse o atenuarse muchas de mis injustificadas pasiones”. (pág. 98) 
Luego, nos hallamos con Pablo Groussac (1885-1929),  que un día fuera director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires; con José Ingenieros, aventurando con el salvadoreño en las calles de Montevideo. Nos dibuja la imagen portentosa de José Enrique Rodó, y por supuesto,  el importante descubrimiento del joven Antonio (Toño) Salazar, a quien Ambrogi le urge que abandone El Salvador para poder desarrollar todo su talento.
El libro es exquisito. La prosa encantadora. Hecho como está, Crónicas, es una fuente de gozo para cualquier lector latinoamericano que quiera abrevar su sed, sobre esas fructíferas décadas de principios del siglo XX, donde se asienta quizás lo mejor de nuestra gloria intelectual y artística.