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Había una vez una niña que soñaba con volar, pero no sabía como. A veces, se sentaba en el tejado, cuando sus padres no estaban en casa, y miraba a las palomas volar de árbol en árbol, e imaginaba como sería volar junto a ellas. 
Ella vivía con su madre, su padre, su abuelo y su canario, Pérez. A veces, soltaba a Pérez en su habitación, cerrando las ventanas y las puertas, e iba de un lado a otro junto a él, con los brazos extendidos, como si Pérez fuera su compañero de vuelo. 
Un día, al volver a casa de la escuela, Pérez no estaba. Su madre la intentó calmar, diciéndole que, aunque se había escapado, seguro que ahora estaría con otros aves y que sería muy feliz, pero, aún así, no pudo evitar el llanto de la pequeña. 
La niña no supo asimilarlo, y pasó mucho tiempo en el tejado, llorando y añorando los buenos ratos que pasó con Pérez. 
Un día, cuando subía al tejado, se enganchó un cordón en el borde de una teja y resbaló, precipitándose al vacío. Por suerte, una mano suya logró agarrarse al borde del tejado, y quedó colgando. 
Se puso a llorar y gritar por ayuda, pero nadie acudió. Intentó subir su otra mano, y lo consiguió. Se quedó colgando durante media hora, hasta que su abuelo la escuchó y salió corriendo en su ayuda. 
Llamó a los bomberos, que acudieron de inmediato. La niña, al llegar sana y salva a tierra firme, comprendió que volar no estaba hecho para las personas, ya que el cuerpo no esta hecho para ello. 
Aún así, la niña siguió con su gusto por volar, y fue una de las primeras mujeres piloto que hubo.
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